"Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una
desgracia, que nos duelan profundamente como la muerte de una persona a quien
hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los
bosques, lejos de los hombres, como un suicidio;
un libro tiene que ser el hacha
para el mar congelado que llevamos dentro
."

Franz Kafka


sábado, 26 de abril de 2008

La Aldea -parte I-

El día que Simón Chamorro regresó a la Aldea lucía una barba prominente y unas greñas que le cubrían los ojos, llevaba tatuado en el pecho desnudo el rostro de Aureliano Malpica y en la muñeca derecha, le colgaba la cinta donde le habían grabado los crímenes que había cometido: guardarse la cosecha de abril para venderla en el pueblo de Jirones y no haber asistido al templo tres domingos seguidos. La Aldea tenía sus costumbres ancestrales y se regía por normas muy estrictas que habían sido escritas por su fundador, el señor Malpica. Se trataba de una comunidad profundamente religiosa y muy famosa por ser el único lugar de la región donde nunca se había sufrido de hambruna. En la Aldea no existía la moneda, ni tampoco estaba permitido establecer comercio con los pueblos cercanos de la región, lo único que se practicaba al interior era el trueque. Los pobladores se dedicaban a trabajar el campo desde las seis de la mañana hasta las tres de la tarde, en la tarea ayudaban todos los hijos mayores de catorce años; luego de lo cual, asistían entusiasmados a la escuela hasta las siete de la noche. Las mujeres, en su mayoría, habían aprendido de sus madres el arte de tejer la ropa mientras narraban a sus hijos la historia de la Aldea, de esta forma confiaban en que los valores – escritos también por el señor Malpica-, nunca fueran a perderse en el tiempo o en el desierto.
Quien recibió a Simón Chamorro en el centro de la plaza fue José de Los Santos Malpica, jefe de la Aldea por más de treinta años y tataranieto del mismísimo Aureliano Malpica; como no podía ser de otra manera. José lo tomó de las manos y lo ayudó a caminar por la plaza empedrada mientras la multitud ensayaba algunos canticos y empezaba a aplaudir con euforia. Si bien Simón había perdido el sentido de ubicuidad hacía más de tres semanas en el desierto, supo reconocer que del lado del templo un niño gritó sorprendido: “¡Papá, ese hombre no va a llegar hasta arriba!” El padre del niño se prestaba a responderle enseguida, que nadie en la Aldea había muerto antes por haber pasado en el desierto los cuarenta días que mandaba el libro de purificaciones del señor Aureliano Malpica, cuando de pronto estalló en la atmósfera el sonido de un derrumbe armonioso. Fue el sol el culpable de la caída más rítmica que jamás se hubo escuchado en la Aldea. La sufrió -casi en cadáver- Simón Chamorro cuando se proponía subir el tercer peldaño de la escalera que lo llevaría hasta el pozo. La mugre del pelo ya casi no lo dejaba ver, pero fue en definitiva el brillo del sol lo que terminó por enceguecerlo cuando apoyaba el pie derecho sobre la escalara de madera, ocasionando que la puntería lo traicionase y enviándolo de bruces contra el piso empedrado. Sin embargo, Simón no duró en el piso ni dos segundos porque en seguida, la gente lo vio pararse y exclamando que se encontraba perfecto de salud, imploró que la ceremonia continuase.
José de Los Santos le agradeció en silencio a su tatarabuelo que aquel pobre joven no se hubiese muerto en el acto, de lo contrario se hubiera puesto en tela de juicio el procedimiento de purificación y probablemente hubiera sido requerido de dar alternativas, las cuales por supuesto no se encontraban escritas en ningún lado. Lo peor para José de Los Santos vino cuando Simón se inclinó para recibir el baño de purificación con el agua del pozo: no había más agua en el pozo. El encargado de custodiar el pozo y de cerciorarse que en el mes de mayo hubiese siempre la suficiente cantidad de agua para abastecer a la Aldea, era el señor Ribogerto Arinza, quien se apresuró a jurar -con la mano encima del libro: “Fundamentos de la Aldea”-, que había sido el propio Simón Chamorro quien, en un arranque de egoísmo, había tomado el agua del pozo para cultivar su propia chacra. Ante aquella vil mentira, Simón abrió los ojos y juntando las pocas fuerzas y el poco orgullo que le quedaba dentro del cuerpo, saltó encima del señor Arinza y le propinó dos puñetes que lo dejaron inconsciente.

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