"Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una
desgracia, que nos duelan profundamente como la muerte de una persona a quien
hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los
bosques, lejos de los hombres, como un suicidio;
un libro tiene que ser el hacha
para el mar congelado que llevamos dentro
."

Franz Kafka


sábado, 26 de abril de 2008

La Aldea -parte II-

Una vez que se restableció el orden y luego de que Simón y el señor Arinza se abrazaran durante veinte minutos, conforme lo estipulaba el quinto párrafo del libro de purificaciones; los pobladores empezaron a exigir a gritos a José de Los Santos Malpica, que tomara cartas en el asunto y llegara a una solución justa. El jefe de la Aldea, sin embargo, no tenía idea de por dónde empezar. Simón acababa de regresar del desierto y aguardaba por el baño de purificación para completar el procedimiento establecido, cuando todos se enteraron que el mismo Simón había cometido otro delito. Sin embargo, no se hubieran enterado de ello, si el agua no hubiese faltado en el pozo.

Si bien José de Los Santos pensaba que era demasiado raro que recién ahora don Rigoberto Arinza revelase el crimen de Simón, no podía dudar de que quien jurase algo en nombre de los “Fundamentos de la Aldea”, no podía atreverse a mentir. Ya estaba casi seguro de que el único problema sería establecer el día en que Simón debería retornar al desierto por veinte días más, cuando cayó en la cuenta de que el párrafo veinte de los “Fundamentos de la Aldea”, le permitía a uno hacer justicia por sus propias manos en el caso de que alguna persona levantase falsos testimonios en contra suya. Dicha medida no podía ser desproporcional y estaba permitido por tal razón, defender el honor con dos puñetes como máximo; tal y como lo había hecho Simón Chamorro. Ahora el problema se había convertido en un verdadero laberinto para el cual no existía ninguna salida predeterminada. Las gotas de sudor que resbalaban por el cachete izquierdo de José de Los Santos, revelaban la desesperación que lo gobernaba por dentro a consecuencia de aquella incertidumbre.
Al cabo de treinta minutos y luego de ver al pobre José de Los Santos Malpica terriblemente confundido y sin atinar a dar una respuesta, Simón le pidió permiso para dirigirse al pueblo; la cual era una de las atribuciones que les eran concedidas -por costumbre- a los que iban a ser purificados. José de Los Santos pensó que su tatarabuelo se había apiadado de él y que había logrado que Simón confesara su delito; por eso no dudó en concederle la oportunidad de que se dirija al pueblo. Para su mala suerte, no se escuchó ninguna confesión. Muy por el contrario, Simón aprovechó la ocasión para convencer a todos de que el verdadero problema era la falta de agua para toda la Aldea. En seguida, fuertes lamentos y gritos de desesperación se empezaron a escuchar. Hasta ese momento de revelación nadie se había percatado de ese asunto. Para calmarlos, Simón les dijo que estaba dispuesto a ir a la cueva del norte para convencer al gobernador de la región de que abriera la llave sur que proveía de agua a la Aldea. Dicha llave había permanecido cerrada desde la fundación de la Aldea y era parte del trato al que había llegado Aureliano Malpica con el gobernador de la región; a cambio de lo cual, la Aldea adquirió autonomía total en su insignificante territorio.
Todos los pobladores acompañaron la propuesta de Simón con aplausos y silbidos. Ahora todos parecían reír descontroladamente y los canticos comenzaban, tímidamente, a inundar cada rincón de la vieja plaza. Aquel festín, sin embargo, no duró mucho. Toda esa algarabía fue interrumpida abruptamente por José de Los Santos Malpica, cuando les recordó que esa negociación resultaba imposible en tanto que no estaba contemplada en ninguno de los escritos de su tatarabuelo. -¡¿Qué nos estás diciendo Malpica, que debemos quedarnos de brazos cruzados y esperar la muerte?!-, gritó indignado uno de los pobladores que se encontraba postrado en unos de los muros cercanos al atrio donde se encontraban José de Los Santos Malpica y Simón Chamorro. La multitud se contagió de la energía que salió de la voz de aquel hombre y comenzó a agitarse y a corear el nombre de Simón, mientras éste, contemplaba casi desafiante al tataranieto de Malpica, convertido ahora en la sombra o un mal reflejo del que hasta hace un par de minutos fuera el jefe de la Aldea.
–Muy bien, muy bien, creo que debemos hacer algo al respecto pero, ¿qué pasa si el gobernador pide nuestra autonomía a cambio del agua?-, preguntó José de Los Santos.
–Creo que no es cuestión de alternativas sino de supervivencia, señor jefe de la Aldea-, contestó con firmeza Simón.
-¡A lo mejor el gobernador quiere otra cosa a cambio, ¿por qué no va usted con el valiente joven para asegurarse de que la negociación resulte provechosa para todos?!-, sugirió la madre del niño que hacía unos minutos, había vaticinado que Simón Chamorro no llegaría “hasta arriba”.

Luego de rascarse la barba blanca que llevaba con cierto orgullo, José de Los Santos Malpica aceptó acompañar a Simón Chamorro a cruzar el desierto en busca de la cueva del norte. Dicha cueva era hasta ese momento, uno de los mitos sobre los que se fundaba la Aldea. Al cruzar el desierto, José de Los Santos se desmayó tantas veces que Simón empezó a disfrutar la sensación que lo asaltaba cuando le cacheteaba para despertarlo. Por fin, cuando atravesaron la arena, escucharon la melodía zigzagueante de un río tembloroso que los invitaba a correr y sumergirse en él. Simón llegó al río al cabo de unos segundos y se baño en él hasta que divisó a lo lejos la cueva que andaban buscando. Cuando José de Los Santos llegó al río arrojó su cuerpo a la corriente refrescante. El agua fría lo despertó al instante pero lo suficientemente tarde como para que evitara el golpe que se dio contra una roca incrustada en medio del río.

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