"Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una
desgracia, que nos duelan profundamente como la muerte de una persona a quien
hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los
bosques, lejos de los hombres, como un suicidio;
un libro tiene que ser el hacha
para el mar congelado que llevamos dentro
."

Franz Kafka


domingo, 4 de octubre de 2009

La rabia

Si nunca le hubiera estrellado semejante patada en la cara a Julio, seguramente habría conservado mi pie izquierdo sano hasta el día de hoy y esto nunca hubiera ocurrido. La verdad es que estaba realmente molesto con él, inconteniblemente molesto con el que había considerado mi mejor amigo hasta esa noche. Sin embargo nunca me di cuenta de la clase de rabia -¿cómo si pudieran existir clases de rabia, verdad?- que podía recorrer mis nervios hasta que vi cómo su cabeza rebotaba contra el suelo, casi como atraída magnéticamente hacia éste. Él sabe que esa clase de chismes son inaceptables dentro de una amistad, todos los sabemos y lo tenemos internalizado culturalmente, no se diga lo contrario. Decir que mi Jula me es infiel, ¡por favor! Por eso estoy seguro -y me consuela pensarlo de eso modo-, que de haber podido despertar rápidamente, Julio me habría pedido disculpas en lugar de continuar con esa pelea sin sentido que él mismo provocó.

Hoy por la mañana mientras me iba al hospital en el carro de Julissa, no pude advertir, quizás debido al inclemente frío que azotaba al pueblo, cómo mi historia estaba destinada a terminar. Ya en el hospital los cuadros con el rostro de Jesús me ponían tan nervioso como en mi primera experiencia de confesión con el padre Felipe. Cuando me examinó, la doctora fue categórica y fría: “si hubieras venido para acá directamente después de ocurrido el robo, la situación hubiera sido totalmente distinta querido Rodrigo. Por sacar el carácter despreocupado y balandrón del necio de tu padre, debes sufrir ahora las consecuencias; y la operación resulta el único camino que nos queda. Espero no tener que amputar ese pie izquierdo”. Claro, cómo le iba a decir a la doctora lo que en realidad había hecho. Cómo podía decirle que había pateado a Julio casi hasta la muerte y que había terminado desfigurándome el pie izquierdo en el camino. Cuando reparé en eso de la amputación sentí como ese frío maldito empezaba a calarme en la piel, en los huesos y llegaba hasta mi cerebro, dejándome aislado, mirando borrosamente la cara de Julissa, esa cara de arrepentimiento que hasta ese instante no comprendía o no quería comprender.

Ya en el quirófano fue el hermoso rostro y los perfectos senos de la doctora, las dos últimas cosas que pude contemplar sobre este mundo. En algún momento, luego de que me sedaron, desperté nauseabundo y vi claramente como mi cuerpo yacía triste y demacrado sobre la mesa, se veía casi tan pálido como la cara de la doctora. Al costado de ella estaba Julio y lo que quedaba de su desfigurado rostro. En ese momento supe que a pesar de muerto, podía escuchar, porque lo oí claramente decirle a la doctora: “usted no tiene de qué sentirse mal, si Rodrigo hubiera descubierto la verdad, se habría quitado la vida de una manera más trágica aunque menos estúpida”. Un minuto después entró Julissa y me asusté tanto que pude sentir la muerte por segunda vez cuando vi a mi enamorada besar a mi mejor amigo en mis narices; ¡la muy puta esa!, grité.

Al final de cuentas Julio había tenido razón todo este tiempo y yo cegado, estúpidamente cegado, quedé rabiosamente muerto, revolcándome de celos y de impotencia. Ya había sentido las primeras lágrimas resbalarse por mi rostro cuando escuché la pregunta que me lanzó instantáneamente el viejito que había estado mirándome desde la esquina de la sala de operaciones: ¿de qué llora joven?, ¿es por haber perdido a su mejor amigo?, o ¿es por haber perdido a la novia de toda la vida? Casi conteniendo la risa le respondí, por ninguna de las dos cosas señor, yo sólo lloró de rabia, de rabia por no haberlo golpeado con las manos. Mi risa encontró de pronto coro en la risa del viejo, quien invitaba a todo su cuerpo a celebrar el júbilo del sarcásmo como si fuese la última actividad a realizarse sobre la tierra. Su cara acabó por desarrugarse al cabo de algunos prolongados minutos. Por fin lo pude ver mejor, era el padre Felipe.